Apagadas las velas para que vuelva la llama de la oscuridad, los fieles de Suzanne bailan al ritmo de una nana que sufre, esperando a que el mar les libere. Matan a demonios aburridos con un trato entre basura y flores, y no son héroes. Solo quieren ver el amor de Suzanne: ella que los ahoga a todos suspirando y leyendo folios en blanco, ella que reparte las cartas y siempre sale del juego, ella que pide un baile con gemidos después de forzar siempre la cuerda. Nunca consiguen viajar porque nunca es de día y con los dedos húmedos escriben palabras mudas en el cemento, y lo intentan. La cruz que se arrastra en el baile del Jubileo lucha, prisionera entre las lágrimas de los campos libres, y las voces, de cuclillas, envuelven a Suzanne que nunca existió. Nunca ha sido Suzanne, siempre ha sido África, y solo era un niño, el mismo que inventa rituales y pide un límite a gritos, un espacio para las flores y la lluvia de sal. África oculta un secreto: «Debido a que no sabemos cuándo moriremos, pensamos en la vida como un pozo inagotable. Sin embargo, todo pasa sólo un cierto número de veces y, en realidad, muy pocas. ¿Cuántas veces más recordarás una tarde de tu infancia, una tarde de tu ser que ni siquiera puedes imaginar la vida sin ella? Tal vez cuatro o cinco veces más. Quizás ni eso. ¿Cuántas veces más verás salir la luna llena? Tal vez veinte. Sin embargo, todo parece sin límites». Y ellos lo saben. Solo los viajeros lo saben. Ellos hacen del tiempo su hogar. [1] Paul Bowles